domingo, 7 de noviembre de 2010

LA MUERTE

Por Eric Pérez Segura.
A partir de una experiencia personal abordo el tema del miedo a la muerte absoluta.
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Cuando tenía alrededor de 15 años me topé con la conciencia de la muerte, de mi propia muerte, en una noche en la que no pude dormir. No, no tenía ninguna enfermedad mortal, ni tampoco sufrí ningún accidente grave. Simplemente, y como ocurre con frecuencia con muchas ideas que se le pueden ocurrir a cualquiera, ocurrió de súbito. ¿Qué pasará cuando yo muera? ¿Yo, mi yo, la conciencia de mi yo, desaparecería para siempre? 

A lo largo de los años, desde esa primera intuición, he visto a mucha gente tener la experiencia de vivir sabiendo que en poco tiempo tendrían que morir. Algunas de estas personas se refugiaron en la religión, a pesar de haber renegado de ella por años, algunas otras se encargaron de viajar, escribir, pintar y/o crear, con una vehemencia tal, como si cada segundo perdido en cualquier otra actividad fuera un desperdicio, y con un anhelo de perpetrar su existencia a través de estas actividades, como si fuera el único modo de ahuyentar de su mente la llegada de ese inevitable suceso.

Fue una noche en la que no pude dormir, y todos los razonamientos tendientes a explicar la permanencia o supervivencia de mi conciencia se estrellaban contra una pared infranqueable. Incluso el argumento ontológico, en sus diferentes versiones, ya sea la de San Anselmo, la de Descartes, o cualquier otra versión que venga a sus mentes, se presenta ante mis ojos y mis pensamientos más como una armadura que como una argumentación válida, un escudo protector contra la idea del fin de uno mismo, proyectado en la existencia de un ser superior. Negar en su totalidad el argumento ontológico implica enfrentar una verdad contundente, horrible para muchos.

Miedo
Es el miedo a enfrentar la idea del fin absoluto de la existencia, la nada absoluta, la que ha llevado a la humanidad por siglos y siglos a mantener la idea de la inmortalidad del alma, en cualquiera de sus variantes religiosas. Incluso en el caso del Budismo, se maquilla esta idea con el concepto del Samsara, ese ciclo infinito de reencarnaciones. Partiendo de la concepción de la reencarnación, dado su origen hindú, el Budismo propone salir de ese círculo infinito de reencarnaciones para alcanzar el Nirvana, de tal forma que uno perciba la continuidad de su pulso vital, que ha generado diferentes consciencias en cada reencarnación, y que la muerte hace olvidar, de tal forma que la memoria de todas ellas sea alcanzada o recobrada. Pero como lo señala hábilmente Yukio Mishima en "Nieve de Primavera", esto no es más que tratar de justificar la existencia de la reencarnación, tratando de verla desde el punto de vista de un ser ubicado en un hipotético lugar posterior a la muerte, y que alcanza a contemplar e incluso a comprender este ciclo. De ser así, como él mismo se pregunta, ¿qué caso tiene comprender esto cuando ya no tiene ningún objeto hacerlo? Y la respuesta es que el Budismo termina otorgándole vida y consciencia al muerto que alcanza el Nirvana, termina siendo tan inmortal como las almas de todas las religiones. A fin de cuentas, el Budismo, como cualquier otra religión, no pudo escapar a la influencia histórica de las religiones que le precedieron, así como tampoco pudo evitar el tratar de suavizar una argumentación mucho más contundente que podría haber incluso evitado su surgimiento.

Toda religión, por tanto, así como cualquier ideología, ya sea de carácter político, económico o estético, sirve de zona de seguridad para nuestra conciencia, y de igual manera, coloniza nuestra mente. Y una vez que una idea coloniza nuestra mente, toda nuestra percepción es filtrada a través de ella. Cambiar una idea que ya alberga en nuestra mente resulta un trabajo arduo, y quizás la idea que se ha alojado por más tiempo en la mente de la humanidad es la de la existencia de Dios y la de la inmortalidad del alma humana. La existencia de ambas cosas es el axioma para cualquier otra decisión o idea, negar ambas cosas implica destruir los cimientos de nuestra estructura mental, construida a lo largo de los siglos, sostenida por nuestro mismo lenguaje, y reforzada por nuestras acciones. He aquí el miedo ha afrontar semejante pensamiento. Miedo, palabra clave. Miedo a la muerte absoluta.

Confrontación
Si no podemos confrontar este miedo, si no podemos admitir la posibilidad de la inexistencia de la inmortalidad, si no podemos ni siquiera admitir la posibilidad de que Dios, aunque pudiera existir, no tiene injerencia en nuestra vidas, entonces ninguna argumentación, ninguna idea, ningún escrito podrá convencernos de lo contrario. La idea ha colonizado nuestra mente de manera contundente. Pero si dejamos que este miedo nos abrace durante unos instantes, entonces un cambio importante puede acontecer en nosotros, y más específicamente en nuestra estructura mental. Esta última se vuelve más flexible, nos volvemos más tolerantes, nuestras ideas son menos contundentes, nos volvemos más dudosos, más escépticos, y sin embargo, también estamos dispuestos a experimentar cambios en nuestra vida, a darle incluso un giro radical a nuestra forma de pensar y de vivir. Claro, pero todo cambio tiene un precio a pagar, no se afronta el miedo a la muerte absoluta sin pasar por un período de duda extrema que puede sumirnos en una tristeza indescriptible.

Un niño puede experimentar tristeza al descubrir que el mundo mágico en el que vivía en realidad es una ilusión, como los Reyes Magos, por ejemplo. Sin embargo, el desarrollo cerebral permite que esta tristeza sea pasajera, hay una razón biológica que permite a un niño pasar a la adolescencia y ver a su niñez de otra manera, a veces criticándola de dura manera. En el caso del miedo a la muerte absoluta, no hay ningún desarrollo biológico, al parecer, que nos ayude a superarlo de la misma manera. Al parecer todo reside en nuestra propia fortaleza mental.

Falta de rigor
Si nuestra mente no es lo suficientemente fuerte, empezamos a buscar una nueva idea colonizadora. No es extraño que, en esta época en que las grandes religiones y las grandes ideologías se encuentran en crisis, en que la evidencia científica nos dice que vivimos en un mundo minúsculo con respecto a la escala universal, vulnerable, efímero, considerando nuevamente la escala de tiempo universal, y sumergido en un universo en el que la vida parece ser la excepción más que la regla, busquemos refugio en autores que nos inviten a encontrar un sentido mágico a las cosas, y que utilizan una retórica llena de oraciones contundentes, redundantes y que se aprovechan de la falta de rigor intelectual de sus lectores para invitarlos a reconstruir una estructura mental, a recrear los filtros que la evidencia había destruido, en una palabra a mirar hacia atrás, y tratar de recobrar un espacio de comodidad, una zona de seguridad que le devuelva tranquilidad a nuestras mentes. Me refiero a los Pablo Coehlos, las Rhonda Byrnes, los Robert Kiyosakis, los programadores neurolingüisticos y demás clones y réplicas. Profetas light, autores de la buena onda. La mente queda adormecida, nuevamente colonizada, y la posibilidad de volvel a abrazar ese miedo queda nulificada nuevamente por el temor a salir de nuestra comodidad, de volver a quedar a la deriva, de pensar con rigor, de no dejarse llevar por un lenguaje atractivo.

Pero incluso en el caso contrario, el pensamiento nihilista también oculta una colonización mental. Hay cierto glamour en los filósofos y seguidores del nihilismo, revestido de una aceptación académicista, que hace que el tomar esta postura otorgue inmediatamente el grado de intelectual a la persona que la asume. El pesimismo extremo y la negación rotunda se vuelven también una armadura que justifica una posición tan intolerante y radical como las de su contraparte. Con todo lo brillantes que pudieran ser estos filósofos, no pueden sustraerse de una estructura mental que filtra la percepción de su mundo y de todos los fenómenos que les rodean bajo la razón de un mal endémico a todos ellos.

La consciencia musical
Luc Delannoy, quien trabajó algún tiempo en la UNAM, propone la existencia de una consciencia musical, dividida en varios campos, teniendo cada uno su especialidad y sus sustratos cerebrales. De acuerdo con él, la experiencia auditiva cambia la construcción de áreas específicas de la corteza cerebral que están involucradas en el procesamiento de sonidos. De lo cual podemos inferir que la música puede construir, reforzar y mantener nuestras estructuras mentales, y por lo tanto, la música, o mejor dicho el escuchar música, implica un proceso biológico, que al interactuar con nuestra estructura mental implica también una interacción con nuestro cuerpo. De igual manera, considera que la estructura mental no es ni debe ser inamovible, si no que, por el contrario, debe ser flexible, que haga que el individuo se encuentre en constante movimiento, en constante duda.

Recientemente leí alguna nota noticiosa en donde un psicólogo había prohibido a su paciente el escuchar música contemporánea. Aunque la nota no lo especificaba, y aunque la definición de música contemporánea podría suscitar discusiones acaloradas, es factible entender que la música que este psicólogo estaba prohibiendo es aquella relacionada con la atonalidad, heredera de la música de la segunda escuela de Viena, gestada por Arnold Schoenberg y sus alumnos Alban Berg y Anton Webern, y desarrollada a lo largo de todo el siglo XX, con diversidad de variantes. Y también me he topado con varios ensayos y escritos que critican a la música atonal contemporánea, ya sea por su alejamiento del público, por la falta de aceptación de la misma entre los mismos intérpretes, por la escasa influencia que ha tenido en la música popular actual, y un largo etcétera. Tras años de estar componiendo música, yo mismo me he cuestionado al respecto, incluso estuve tentado cambiar mi estilo musical en algún momento, pero en cuanto lo empezaba a hacer, cierto malestar aparecía. No era yo, no era lo que quería escuchar, consideraba, en suma, que estaba dando un paso atrás. El alejamiento entre la música contemporánea y el público actual refleja, en mi opinión, una crisis, no económica, ni social, sino una crisis espiritual. Nuevamente, el público prefiere escuchar aquello que conoce, que le hace sentir cómodo, nos encontramos ante el mismo escenario que aquellos lectores de los que hablaba en párrafos anteriores. El fin es evitar cualquier cosa que nos espante, aunque esto pudiera al final sorprendernos e incluso maravillarnos. Por eso, el esfuerzo de los compositores actuales, sobre todo de aquellos que exigen una escucha rigurosa por parte de la audiencia, no debe minimizarse por la poca audiencia que tenga. Este esfuerzo puede que no transforme al mundo en su totalidad, pero si puede hacer que aquellos pocos que se acerquen a la música contemporánea consigan un detonador que permita reestructurar su mente, y que puede permitirles, incluso, el que se vuelvan no sólo escuchas, sino lectores, estudiosos, y analistas más rigurosos. Por supuesto, cabe también la posibilidad de que esto no suceda, pues a fin de cuentas, dicho resultado está más allá de las capacidades de los compositores, y de los artistas en general. Pero vale la pena el intento. En conclusión, cualquier artista que se precie de serlo debiera de crear sus obrar sin tener ninguna expectativa sobre su aceptación en la sociedad que las reciba, y en lugar de ello, volcar su atención en el proceso de creación y en la potencial influencia que las obras pudieran tener sobre la manera de pensar y percibir de las personas que la reciban. En otras palabras, que no se creen obras para un público, sino que se vaya creando un público para las obras.

El mundo sin adornos
Este mundo se extinguirá algún día, y el polvo cósmico que se desprenda de este podría crear otros mundos, pero esos mundos no serán como el nuestro. Un árbol al morir se descompone, y su sustancia vuelve a la tierra, y puede que alguno de estos elementos formen parte de otro árbol posteriormente, pero este árbol ya no será el primer árbol en cuestión. A la conocida ley de que "la materia no se crea ni se destruye, tan sólo se transforma", habría que agregar que "aquello que se destruye no vuelve a aparecer, y aquello que se crea es único, aunque contenga elementos de lo ya destruido". A nuestra consciencia, al morir, podría ocurrirle un proceso similar a los descritos anteriormente, y sin embargo, esto no es razón para ver al mundo con un pesimismo exacerbado, así como tampoco para abrigar un optimismo exagerado. El mundo es como es, el universo es como es, y la muerte también. No hay más. Esto es poco glamoroso, un poco desangelado si se quiere, no hay razones para entrar en la depresión, aunque los nihilistas insistan en ello, así como tampoco las hay para brincar de alegría, como los promotores de la superación personal nos invitan a hacer. Tras pensar sobre la muerte uno también vuelve su atención a la vida, ya que esta sólo ocurre una vez para cada consciencia, con todo lo bueno y malo que implique para cada quien dicha aseveración. Estar consciente de ello debiera ser el primer paso para transformarnos a nosotros mismos, para empezar a reconstruir nuestro pensamiento, o dicho de otra manera, para repensarnos. 

Este nuevo siglo necesita una revolución del pensamiento, pero esta revolución, a diferencia de otras, es de carácter individual, por lo tanto, es una revolución silenciosa, lenta, a muy largo plazo, y que muy probablemente, no tenga héroes ni mártires, y de cuyos frutos a nivel colectivo podríamos no ser testigos. Este escrito es sólo una invitación a cada lector para iniciarla, abriéndo la puerta, como paso inicial, a la posibilidad de que la muerte sea el fin absoluto de la consciencia propia y dejándose llevar por la implicaciones de esta intuición.